poludio

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27.3.10

Viaje directo al día de mi muerte

    Agarré el cactus tratando de no pincharme y puse manos a la obra.
    Lo corté en rodajas y le saqué las espinas. Como no podía ser de otra manera, me corté con el cuchillo y me pinché con las espinas.
    A continuación me puse a preparar el primer banquete de degustación etílica y gastronómica. Es decir, la decocción de cincuenta centímetros de trichocereus tercherskii. Descartado el núcleo, herví el primer centímetro de corteza. Como tenía que hervirlo al menos durante cuatro horas, miré hacia el costado y me senté en una silla. Tensé los muslos para inclinar la silla hacia atrás y estiré el cogote para mirar a través de la ventana. Vi unos manchones oscuros y, obedeciendo un impulso, volví a poner la silla en cuatro patas y me levanté de un salto. Mientras se cocinaba la comida en una olla gigante consideré oportuno salir a caminar por entre los árboles. Agarré en dirección a los islotes de hojarasca que había visto acumulándose debajo de los árboles. Avancé agachando la cabeza para esquivar las ramas y ahuecando una mano para protegerme los ojos. Siempre creí que ese crujido de hojas secas debajo de los pies que tanto extrañaba y recuerdos me traía, conservaba la pureza de los sonidos, el registro auditivo del solitario y ameritaba unos cuantos raspones en la cara. Pero a medida que avanzaba y me internaba en el monte detrás de la casa, percibí cómo la naturaleza circundante también impartía su belleza con una ligera opresión. Me cruzó una ráfaga de malestar y, sin más dilaciones, decidí volver al refugio tibio de la cocina para revolver el caldo. Tenía el semblante adusto y el firme propósito de iniciar el tratamiento lo antes posible.
    Después de cuatro horas de hervor quedó en el fondo de la olla la decocción pastosa y verde que se correspondía con la medida de un chopp. Colé el brebaje humeante en un chopp. Quise bajármelo de un trago pero no pude. Era lo más inmundo y repugnante que probé en la vida. Hice buches para disimular su sabor amargo. Me acomodé en un sillón a esperar la primera sensación extraña inducida por las propiedades enteogénicas de la mezcalina. Me preparé para soportar el enorme y doloroso peso de una transición interdimensional: una pesadilla, una experiencia de muerte.
    A la media hora, la cara comenzó a irradiar calor, el parpadear obturaba fogonazos de luz bajo los ojos, y sentí las piernas levemente adormecidas. Traté de dominar las arcadas para potenciar el poder de la pócima, pero ese cóctel de espiritualidad chamánica me cayó mal. Al cabo de cuarenta minutos y por espacio de dos horas vomité ocho veces. No eran vomitonas sin importancia. Vomité hasta las castañas de cajú de la pasada navidad. Las arcadas y las convulsiones se repetían con mayor frecuencia. Me movía en el sillón tratando de encontrar una postura que me aliviara. Sentía el hígado hinchado y a punto de estallar, como si un globo ocupara todo el costado derecho sobre el cual fuera imposible apoyarse por el dolor. Nunca tuve un dolor de estómago semejante.
    Toda la capacidad intelectual estaba puesta en vomitar y en tratar de recomponerme. Las dos horas siguientes las pasé sentado debajo de la ducha, tratando de concentrarme en los desplazamientos bruscos de la cabeza y en los espasmos que sufrían mis extremidades; temía romperme la cabeza y que surgiera algún hilo de sangre. Era consciente de que no tenía el control y que podía herirme accidentalmente.
    No tenía voluntad para moverme y me asaltaba el terror recurrente de no regresar nunca de la excursión. Sólo me concentraba en tratar de superar el malestar corporal. Salí gateando del baño y avancé en cuatro patas hasta una habitación. Estaba completamente ciego. Me subí a la cama y cerré accidentalmente los ojos a causa de las convulsiones. ¡Guau! exclamé. Y ahí empezó el trip.
    Superado el trance de purificación o de limpieza, la serenidad que advino fue una revelación en sí misma. Lentamente las arcadas desaparecieron, las convulsiones se fueron aplacando y las imágenes caleidoscópicas lo invadieron todo. Entonces, supe que ya no me sentía tan mal y me dejé llevar por las imágenes que variaban según la posición y el movimiento del cuerpo, o la luz que se filtraba a través de los párpados. Durante siete horas no hice otra cosa que mirar. Las alucinaciones se sucedían en un campo sembrado y acariciado por una leve brisa. A partir de ahí el plano se inclinaba, las figuras que se mecían acompasadamente por la brisa hacia un lado y hacia otro cambiaban, eran reemplazadas continuamente por otras, se oscurecía o aclaraba el paisaje del cuadro, se producían invasiones de colores y formas, pero toda la secuencia se ajustaba a un plano con figuras cambiantes que se mecían en un balanceo sincrónico. En ese mismo soporte apareció una garra inmensa, y por detrás surgió en dos oportunidades una sombra, un cono envuelto en una capa oscura que no pude ver nítidamente pero que asocié a una persona, un gigante a mis espaldas. Girara la cabeza hacia un lado o hacia otro buscándolo, huía de las miradas frontales, escondiéndose a una distancia prudente, anclado a noventa grados de mi ángulo de visión. Había leído que era mescalito, el espíritu del cactus, o sencillamente la muerte. Madame la Morte, pensé.
    Más tarde me arrepentí de no haber preguntado algo, como aconsejan experiencias más avezadas. Tan absorto estaba frente a la belleza novedosa, tan contento de haber superado parcialmente el malestar, que me olvidé de formular la pregunta por la que había venido. Después supe que no era así. Si bien no tuve claridad para preguntar objetivamente ya que aún estaba aturdido por la dosis terapéutica, mescalito (o como prefiera llamarse a ese estado de percepción aguda), me sugirió la respuesta a una pregunta que me venía obsesionando desde hacía años. Me fue insinuada sutilmente, es decir, no sabía qué quería preguntarle, pero toda mi energía estaba enfocada desde hacía tiempo en esa dirección, y recordé que durante todas esas horas el pensamiento de fondo era el mismo.
    En las partidas de defunción de mi abuelo materno y de mi madre, quedó asentado que ambos habían muerto como consecuencia de una trombosis mesentérica, a la misma edad, incluso el mismo mes, con espacio de seis días; y treinta años. Ahora yo, intoxicado con una buena dosis de alcaloides psicoactivos quería averiguar mi suerte. Es decir, ¿moriría presa de las convulsiones y despanzurrado como un pescado para que me extrajeran de la barriga ocho metros de intestino inconsistente como le sucedió a mi madre?
    El destino de mi pregunta se había vuelto la pregunta de mi destino. De las alteraciones visuales: formas, ubicación de las sombras, colores y sutiles cambios de matices, me resultó difícil obtener una respuesta clara, o la respuesta no puntuaba razonablemente entre el sí y el no occidental y cristiano al que estaba acostumbrado cuando preguntaba alguna cosa y me respondían instantáneamente, como apretando un botón, sino que se manifestaba en términos de poesía.
    Voy a reventar como sapo en la leñera.
   Por un lado, las imágenes del viaje inmensamente bellas y placenteras, por otro los dolores abdominales, claramente premonitorios ya que se mantuvieron durante toda la sesión.