Caminando por la vieja arenera de San Isidro vi
algo que cambió el curso de mi conversación con los modelos mentales. Era la
complexión vital de una forma transformada por el agua o por el fuego. La
exaltación del rojo por el verde de los pastizales y sobre todo un componente
de crueldad, un ingrediente agreste me llevó a racionalizar poéticamente sobre
el origen. Era un pedazo de plástico del tamaño de una víscera, del color de
una víscera. Al alzarlo me di cuenta que era un macizo conglomerado de pequeñas
formas fundidas por el fuego. Al girarlo en las manos me di cuenta que tenía
una vitalidad inagotable. Era más que un pedazo de basura arrastrada por la
corriente del río. Lo metí en el bolsillo de la campera y emprendí la vuelta.
Lo saqué y lo observé meticulosamente. Pasé los dedos por las circunvoluciones
de su musculatura. Todavía tenía arena de río en los pliegues.
Pastizales-río-arena. Fantaseé con la corriente ancestral del Río de la Plata.
Pensé que sólo en lo filosófico y especulativo predomina el mito a expensas del
componente histórico y humano. Con la mitad del territorio cubierto por las
aguas y la otra por el fuego, el concepto de transformación era el más válido
para explicar su esencia, para reducir su ser a un común denominador. Dicho de
otro modo, si cargaba ese objeto de sentido, en qué me estaría transformando.