Un tipo inestable, quisquilloso, maneja un camión de garrafas. Nombre desconocido. Por la jeta, amigos y compañeros de la empresa de gas donde reporta, podrían llamarlo el moncho Fernández o el yacaré Obelar, si fuera correntino. Todo el día los artefactos campaneándose atrás de la espalda. “¿Dónde estaciono el camión de garrafas?”, piensa el troglodita con el poder de análisis de un matarife pero buen corazón, mientras mira cruzar una manada de gordas, una banda de perras en celo. Fuma. Siente el calor que le abrasa los labios. Busca escupir el cienfuegos coronitas por la ventanilla. Gira la cabeza y encuentra a Williams Burro en su campo visual, lo observa como si fueran de especies distintas. Williams Burro baja la mirada en una representación de clemencia. A otro rubro zoológico pertenece la perra castrada gorda a punto de estallar que lo mira con la sabiduría que no tiene el estado de crispación absurda inducido por la lectura de Clarín y La Nación en el metabolismo del farmacéutico que se clava tres tabletas de pastillas para los nervios. Mientras el moncho mueve los brazos, el farmacéutico observa la congestión de tránsito con un severo gesto de desprecio, como quien mira a otro cortarse la uñas en el colectivo, o descubre unas zapatillas con resortes en los pies de un integrante de su familia. El camión no estalla delante de la farmacia. La perra vuelve a alzar las orejas aliviada y el ruido del escape se diluye lerdamente a la vuelta de la esquina. Quedó nada. Quedó el farmacéutico parado en la ochava de Andrés Lamas y Sarratea con las manos y un atado de prejuicios en los bolsillos. Quedaron residuos en las miradas que se cruzaron, dolores escritos en los huesos que se articularon, pasajes cerrados al desplazamiento de las maquinaciones que no prosperan pero ahora renacen en los ojos del chofer del camión de garrafas que avanza hacia el bajo Boulogne y sube los vidrios. Del chofer que a W. B. le clavó la mirada pastosa que usó para seguirlo a través de los ojos serenos de la perra pelada del farmacéutico, quedó nada. La cabeza cargada de ideas que no germinaron, quedó el cerebro torcido bajo el efecto de las meditaciones. Quedó una interjección que olvidó citar anteriormente: ¡eh, eh! Hasta no poder seguir la ilación de las frases…
Williams Burro ahora está en Málaga, Andalucía y tuvo un extravío mientras esperaba a Dimitri Vasíliev. Proveedor de garrafas se dice butanero; garrafas, bombonas; farmacia me parece que se dice igual. Todos los días El País y La Vanguardia conspiran contra el paquistaní que atiende el estanco Pedregalejo de Juan Valera y Avenida de Elcano.
¡Eh, eh! repiten