Un día de sol que rajaba la tierra, yo estaba en el bar Centrale, esforzándome por entender a Tonino, que hablaba con el convencimiento que forja las grandes epopeyas de la historia pero con una pasión y seriedad que decepcionaba. Tonino, el hijo de la comadre Conchetina.
Tal cual, por lo que pude entender después de hacer un esfuerzo sobrehumano: un capo de Renault -el de largo pelo blanco y ensortijado-, iba a casarse con una ragazza de Soverato, el pueblo vecino.
La fórmula uno me piace ma non troppo.
–Germano, una domanda, ¿Qué auto tienes en la argentina? –me agarró Agazio por el otro lado.
–Yo tengo dos –dijo Tonino.
–¿Tienes telecámera? –quería saber Agazio.
–Yo tengo tres –se apuró Tonino, alzando la mano y sumando el dedo anular a la V de victoria.
Por ejemplo, si Agazio cometía la imprudencia de comprar el chisme más insignificante y después la infidencia de comentarlo, Tonino le preguntaba en seguida cuánto le había costado. Naturalmente, el otro siempre le decía un precio mayor del que había pagado, y este le contestaba con un gesto de triunfalismo berreta. Ésa es habitualmente la mecánica de conversación en el bar Centrale.
Todo cambió cuando una lagartija se asomó a observarnos. Agazio recogió un puñado de piedritas y comenzó a arrojárselas. La piedritas rebotaban en el muro que estaba detrás. Con cada impacto la lagartija tomaba la precaución de girar la cabeza para observar el muro. Agazio me miró y se rió. Agazio era más inteligente que la lagartija.
–Signorina ¿a che hora posso prendere il pullman per andare a Badolato Superior? –le pregunté a la chica de la barra.
–Alle tre –pensó un segundo-; no, alle cinque.
Miré el reloj.
–¿Dove ferma?
Señaló la vereda de enfrente, dejando entrever una tupida mata de pelos rojizos.
–Grazie.
–Prego.
Al salir, la masa radicular del brazo de la signorina se convirtió en una imagen que me asaltaría con picos de excitación y de rechazo durante el resto del día.
Caminé pisando corchos hacia la luz del día. Era demasiado para mis pobres ojos locos.
Eran las tres de la tarde y podía, una de dos: bajar a la playa y achicharrarme hasta la hora que llegara el pullman o emprender la subida de a pie: seis kilómetros cuesta arriba bajo el sol y achicharrarme igual.
Elegí esto segundo y emprendí la subida caminando a buen paso por un camino asfaltado de a ratos, que serpenteaba con curvas y contracurvas más cerradas que el dialecto calabrés hasta alcanzar la cumbre donde se asentaba el pueblo y volver a descender por detrás de montañas lejanas que conectan con pueblos vecinos como el de Santa Caterina que, en días límpidos uno podía ver nítidamente, entrecerrando los ojos o poniéndose la palma de la mano a modo de visera.
Como si se pudiera dividir y engañar el cansancio para que no fuese demoledor, logré administrar las fuerzas apelando a un truco de la infancia que consistía en dividir el camino en etapas imaginarias.
Cuando ya sólo me faltaba un kilómetro de ascenso, en una de las últimas eses que hacía el camino vi alzarse el pueblo, magnífico sobre el abismo.
Estaba sudando como un queso y me había detenido a contemplar el impactante conglomerado de casas apelmazadas entre la montaña, el verde azulado de los olivos y los hilitos de agua de los arroyos que bajaban.
Eran montañas facetadas por la naturaleza y cortadas en rebanadas por la ambición del hombre: se alternaban partes amarillentas de montañas rotas por los aludes y otras por los desmoronamientos infligidos en la construcción de terrazas de labranza.
Me saqué la remera.
Con el pueblo frente a mis ojos y la hazaña al alcance de las manos me sentía Superman. Empecé a cantar una canción de Zambayonny: “soy superman y me chupan la pija”…
Repentinamente frenó un jeep que bajaba en dirección opuesta a la mía, y me sacó la sonrisa que llevaba puesta. Puteé.
Era Antonio Gallelli, el padre de Agazio y Tonino, en un Mitsubishi blanco.
Dijo algo que no hubiera entendido sino fuera porque señaló el sol y con el dedo índice atornilló y desatornilló la sien.
-La montagna –señaló con el dedo.
-¿Il giardino? –le pregunté.
-Si.
Vamos, pensé, cambiando de plan en un segundo.
Entré en el jeep. Volví a golpearme la cabeza y lo acompañé al huerto de la montaña desde donde pueden verse todos los pueblitos de la región.
Iba a buscar verduras, o eso intuí ya que no hablamos una palabra durante todo el trayecto.
Cada tanto murmuraba palabras incongruentes, yo giraba rápido la cabeza, él emitía sonidos antigramaticales y respondía en voz alta a algún pensamiento silencioso. Al rato dejé de escucharlo.
Antonio era un tipo viejo encorvado sobre el volante, una antigualla con la mitad de la cara paralizada por un tiro que le había dado el cuñado en su juventud, presumiblemente para ajustar una cuenta pendiente.
Me puse a pensar en Antonio y Conchetina… tienen otras dos hijas en Santa Caterina, no me acuerdo los nombres… ponele A y B. El esposo de A es primo del esposo de B. Los dos son miembros de la ´Ndrangheta. El primero estuvo preso, después salió… si traicionó o descontroló la distribución y el trasiego de pastas, eso nunca nadie te lo va a contar. A raíz del incidente le enviaron una rosa negra. Se sabe, una rosa negra es una sentencia de muerte segura. A los pocos días lo amasaron en la Via Nazionale. Me reí... después imaginé los titulares de la Gazzetta del Sur: “su vehículo fue tiroteado en la carretera principal por dos desconocidos que se trasladaban en moto”. El esposo de B también estuvo preso y salió... pero este entró y salió, entró y salió, entró y salió como cuatro veces. En el pueblo nadie te va a contar el porqué, eso seguro… hace poco volvió a caer preso en Catanzaro, dicen las malas lenguas por vengar la muerte de su primo.
Hace frío y sopla viento arriba en la montaña.
Entramos en la casa y me ofreció un vaso de vino casero.
-É buono ¿no?
-Il meglio vino del paese –dije.
Afirmó con la cabeza y salió dejando el vaso de vino a la mitad.
Lo vi a través de la ventana meter lechugas, cebollas de verdeo y huevos en una bolsa de plástico.
Yo terminé el vino y salí detrás de él.
Nos paramos entre las vides y dijo alzando el brazo:
-Li, Isca.
Giró sobre sus pies y señaló en otra dirección:
-Li, Santa Andrea y la, Badolato.
Yo señalé en la última dirección, un pueblito que apenas se distinguía en la montaña.
-Santa Caterina -dije
Y mientras se acuclillaba para cortarle el cuello a un par de cabezas de lechuga que se parecían a Tonino y Agazio, me dijo:
Un padre puede alimentar a cuatro hijos pero cuatro hijos no pueden alimentar a un padre.
Mierda, pensé, un pensamiento inherente a la raza humana que no todos tienen la franqueza de confesar.
Yo sólo escuchaba las opiniones contrarias a mi pensamiento, en consecuencia sospechaba que las de él debían estar erradas porque se parecían peligrosamente a las mías.
Estaba equivocado.
Agregó:
Antes de la guerra lo único que comprábamos eran fósforos y sal.
El mar detrás de mi espalda.
Sin saber qué decir pero paralizado como generalmente me dejan las observaciones de un solitario me di la vuelta para ver el mar.
Sólo avivaban el atardecer de junio los chirridos negros de los escuadrones de golondrinas y el zumbido de los moscardones.
Después se levantó viento. Y la certeza de que el convencimiento de un loco pesa más que la vida de cien mil almas.