Como daba por sentada la tolerancia cruzada de los enteógenos que hube y habría de consumir durante el fin de semana, al día siguiente decidí cuadruplicar la dosis de la última sesión. Ya recuperado del día anterior, ingerí en ayunas diez gramos de hongos secos, resecos. Al cabo de media hora comencé a percibir las primeras alteraciones visuales, junto a un adormecimiento de las piernas y una irritante sensación de claustrofobia.
Salí al campo. El objeto de mi visión era reemplazado por el objeto que había visto hacía un instante. Como si lo hubiera grabado, rebobinado y vuelto a pasar. Esto lo pude comprobar cuando se nubló momentáneamente la tarde y la cosa que estaba mirando –un árbol añoso– se encontraba iluminado por el sol. Si salía el sol, la paleta de colores secundarios se volvía incandescente, a la vez que la complejidad de las formas se simplificaba con una síntesis de colores planos. Esos flashes imprevistos bajaban a mi campo visual a modo de diapositivas. Apenas si me faltó escuchar el click del obturador y la apertura de diafragma cada vez que se interponía en mi campo de visión no una foto sino una nueva diapositiva.
Y lo más grosso: de repente se produjo un aumento y bajada de tensión en el circuito eléctrico del cerebro, provocándome una especie de espasmo neurológico. Entonces sí, el cuadro de situación encajaba en otro nivel de conciencia. Era una breve excursión interdimensional encuadrada perfectamente por mi campo de visión. Ingresaba en una zona ausente. Pero no variaban los colores ni las formas, sino su esencia, que se degradaba entre un pesimismo zumbón que no alcanzaba, por ejemplo, la hondura existencial de la mescalina, y la carcajada desencantada segregada como alivio o sintetizada por el organismo para descomprimir una situación que podía llegar a ser dolorosa, si esa mano invisible que lo guiaba, decidía seguir escarbando en la memoria, con el único propósito de revivir la enumeración de humillaciones y asumir su origen miserable.
De la actividad cerebral al trance cruel. Cuando los transmisores cerebrales se empastaban saltaba como un resorte de la cama (pues a la distribución de embotamiento en brazos y piernas, seguía un estado de impulsividad espectacular) y me iba a caminar por el monte. Esa determinación no duraba mucho, a continuación la actividad cerebral actuaba como depresor de dicha euforia, la aplazaba, y volvía a la cama entre ensoñaciones estéticas. Cuando me estiraba en la cama se agudizaba la sensibilidad dérmica: sentía que no era el cuerpo el que se acaloraba o irradiaba temperatura, sino el humano cuerpo el que ingresaba en zonas y franjas de temperatura elevada, penetrando primero con una mano y en seguida envolviéndome el rostro y a continuación los restos del cuerpo.
De introspección poco y nada. La intoxicación no me proporcionó sensaciones trascendentes, sino una permanencia en el límite, como si al scrum de pensamientos cotidianos le faltara valor o una explosión de vitalidad para ingresar y permanecer en otro nivel, donde las inquietudes tienden a ser de naturaleza espiritual, quizá intelectual, pero con seguridad despojadas de toda ironía.
A la gilada a drogarse enseñándole. A drogarse enseñándole a la gilada. Enseñándole a drogarse gilada a la. Drogarse a la gilada enseñándole a. Gilada enseñándole a la drogarse a. Enseñándole a drogarse a la gilada.
No pudiendo ingresar por ningún intersticio decidí que había que arruinarlo todo. Calenté la cuchara, ajusté la soga, (primero aparté las impurezas que flotaban en la cuchara con un método infalible) y mi ayudante terapéutica me clavó la aguja con precisión. El pelotazo en el cerebro fue instantáneo, espantosamente incompatible con el éxtasis fúngico de la psilocibina, quedé empantanado en un entuerto de tironeos. Fue lo más alto que pude saltar, arañar con la punta de los dedos la lamparita que siempre pende echando poca luz sobre las cosas de la cabeza.
Algunas etapas que pude aislar claramente: en el campo visual, la saturación de ciertos matices va acompañada de un agotamiento en las extremidades / durante el sueño crepuscular una aterciopelada esponjosidad de los colores / de la excitación sexual al desenfreno (mi ayudante terapéutica huye gritando por el campo) / las visiones con ojos cerrados se suceden a la par de vagas molestias estomacales / a mitad de la sesión me agarró un bajón similar al provocado por un atracón de cocaína / la irrupción de alucinaciones con ojos abiertos se ven correspondidos con una mirada apocalíptica de las cosas: si veía una baldosa agrietada entre los pies, ponía en duda la seguridad de los cimientos y miraba con desconfianza la loza que se extendía por sobre la cabeza; o si amarilleaba una mata de pasto por falta de riego, tierra rostizada creía percibir a mi alrededor. Ese color de la tierra tenía un sonido y después ese sonido otro color. Sinestesia que le dicen. O neurocirugía a cielo abierto. Al final, esa mirada pesimista se fue deshaciendo en plácida calma, y los espasmos neurológicos en pensamientos razonables.
Una persona optimista lo hubiera pasado bárbaro, lo que se dice un buen viaje. Yo, por temor, me aferraba a un cinismo virulento; supongo que al ser la psilocibina una droga disociativa, el yo ante el peligro inminente de su disolución se aferra con todas sus fuerzas a lo conocido –y no es muy conocido su optimismo– provocando en el ánimo de este psiconauta una sensación de inconformidad y de tristeza que me obligó a replantearme la vida en un peligroso estado de afectación.
Tuve enemigos refulgentes. Inseguridad y picos de pánico. Burla de todo y de todos. Visión de los hombres como simplistas nadando en un mar de tecnicismos terminológicos. Paranoia sensual. Visión de la belleza que sólo crece en los basurales. Revolver esa basura o esa belleza sabiendo que ya no hay a quién lastimar. Pánico del televidente frente a la pantalla en blanco por un corte en la señal. Bajones que se dan un pico con el hocico blanco. Intromisión de planos de videoclip. Colores vibrantes, hipersaturados, risas y sarcasmos de crueldad inusitada. Frases inacabadas en capas de pensamientos. Afuera un lagarto overo escapó ágilmente entre los yuyos, y en seguida las manchas de humedad en la pared cobraron vida monstruosa. Esas manchas se asemejaban a la cartografía genómica de un animal reventado contra la pared. El planeta rostizado giraba ensartado en la escoba de una bruja colorada. Y la bruja barría un baldazo de leche tibia que diseminara su envergadura.
Al final, pensé que los tesoros más codiciados del mundo se encontraban en los exhibidores iluminados del 24 hs. Me atacó un apetito canino y un deseo irreprimible de comer cosas dulces. Agarré el auto y manejé en estado de intoxicación hasta dar con un almacén.
Quizá un porro al principio y otro hacia el final de la sesión le proporcionó al viaje un tinte opaco, un empastamiento y una ralentización de los desplazamientos intelectuales, (empantanamiento de la oralidad). Mi ayudante había huído empavorecida como el lagarto entre los yuyos. Los movimientos laterales de una rama agitada por el viento me provocaron los últimos sobresaltos, antes de recuperar la serenidad, equilibrio, mesura, etc., estupidez de siempre.