Me recluí en un monasterio
emplazado en las escarpadas cimas
de Altas Cumbres.
Desde tiempos inmemorables
empapados en sudor gélido
místicos y anacoretas de todo el mundo
escalan
buscando ese lugar solitario donde nadie los perturbe.
La vida monacal es muy estricta
penetrantes los aromas.
Se respira el aroma de la lejía.
Se oye el tañido de las campanas.
Cuando se oye el tañido de las campanas
se huele el aroma de la lejía.
Es el dominio sensorial de la sinestesia.
Enclavada entre cielo y tierra
la casa diocesana de retiros
se convirtió rápidamente en un refugio para todo tipo de viciosos.
Entre coloridas vestiduras litúrgicas
bordadas en oro y plata
me hacía hasta tres pajas encerrando adentro de un ropero.
El ábside y la sacristía talladas en una roca colosal
resguardan la herencia iconoclasta.
La tenue luz de los candiles
ilumina las posturas de los santos.
Todo transcurre en la penumbra.
Mientras un grupo de anacoretas
se entrega al ancestral ejercicio de la paja
el adorador de ídolos
con las dos manos en posición de rezo
abre los ojos y alza la vista ante su ícono desnudo.
Cuando el ser divino se revela a través de su imagen
el eremita se sube arriba y por así decirlo lo monta al santo.
Se retuerce, se contorsiona, se contrae
para escupir dos latigazos de ardor en el empeine.
Pónese bizco presa de las convulsiones y arañazos de luz.
Extrae más grasa del infinito
se la inyecta.
Antes de quedarse dormido con las medias puestas
goza como perro.
En fin
la doctrina me resultó de la gran utilidad
para resolver rápido algunos dilemas.
Era tan pero tan mala
y las reglas morales tan previsibles
que cuando difundían un dictamen
no necesitaba documentarme
para estar parado en la vereda de enfrente.