poludio

poludio

29.8.10

depto.21/Ernesto





En algún momento, mientras estiraba el cogote para empujar un pedazo de pizza reseca, Williams Burro tuvo que levantar la mirada del plato en dirección a la incipiente telaraña que estaba tejiendo laboriosamente el artrópodo arriba del cuadro y preguntarse cómo andaba Ernesto. Desde ahí que lo llama Ernesto. Un hallazgo puramente nominal atravesado por un atracón de mozzarella que en ese momento no le pareció obra de un talento inusitado, pero bueno, tampoco hizo mucho para remediarlo. Yo le hubiera puesto Pipo. De haberme recuperado de la distracción hubiera optado por el apodo de un amigo fumón que sube y baja las escaleras motorizado por impulsos similares a los de Ernesto.

Williasm Burro desde hace dos años convive con Ernesto. Cuando vuelve del trabajo lo primero que hace es alzar la cabeza e intentar localizarlo. A simple vista, la telaraña que construyó su huésped no obedece a un patrón de diseño. Es una mancha inclasificable que se extiende entre la pared y el marco del cuadro. Pero Ernesto no es un póster enmarcado arriba de la puerta, o la cara impresa en una remera, Ernesto es una mascota en libertad ambulatoria, un zapatazo de Damocles que pende sobre su cabeza.

De ser como lo definió Yolanda, con ese hallazgo puramente nominal atravesado por el atracón de mozzarella cuando levantó la mirada del plato en dirección a la incipiente telaraña que estaba tejiendo laboriosamente el artrópodo arriba del cuadro y no tuvo mejor idea que definir su género y su nomenclatura preguntando ante la indiferencia exasperante de Williams Burro cómo andaba Ernesto y no cómo estaba Martita... es decir, si es macho a esta altura le parece un poco puto. Nunca lo vio introducir el espermatóforo con sus pedipalpos en las vías sexuales de alguna dama. Tampoco tuvo pareja, amistades o interacciones con otros seres vivos a excepción de las estrictamente necesarias que se desprenden de las acciones que emprende contra los insectos, o mejor, de las agresiones que emprende contra los insectos y las voces, porque no le queda otra alternativa que convivir con ellas, señalándolo, nombrándolo desde los sillones que se encuentran debajo. No mantiene relaciones cordiales con  el entorno. Él tampoco. Cuando viaja extraña sus cosas, su cama, sus libros y los ruidos de las veinticinco parejas de cucarachas con sus proles que conviven en emergencia habitacional.


El fumigador tiene prohibida la entrada. No comulga con sus medidas draconianas. Cuando el administrador toma disposiciones de conjunto referidas al despoblamiento de insectos y manda al fumigador a tocarle el timbre un sábado a las 8:30, Williams Burro no abre, no piensa en abrir. Pero tres veces le golpea la puerta, y el repiqueteo machacón de las tres andanadas de golpecitos espaciadas cada veinte segundos ponen nervioso a cualquiera. Entonces abre y alzando un brazo señala el departamento de al lado. Las cucarachas están todas en el 22, dice. Cucarachas de un metro cincuenta, aclara. El petiso le contesta con una risita nerviosa y él cierra dando un portazo.
En el 22 hay tres inquilinos. Abuelo. Hija. Nieto. El cadáver insepulto del roedor de Itatí. Una india transculturizada que bajó de Corrientes flotando en un camalote y alta llanta, el troglodita analfabeto con poder de análisis de un matarife que escucha cumbia de la mañana a la noche.

Ernesto se esconde para pasar inadvertido. Aun así, no descuida el hilo de seda que monitoriza las vibraciones. Tañe el hilo con una pata izquierda. Cuando capta alguna transmisión sale disparado en dirección al insecto que cayó en desgracia. Antes de lanzar el golpe letal estudia el tamaño de la presa y se detiene a la espera de una señal imperceptible. Si estima que es el momento adecuado, se abalanza sobre el bicho y lo paraliza con un pinchazo en la nuca, pero sólo si el insecto que quedó adherido a la telaraña que tejió laboriosamente el artrópodo Ernesto hace más de dos años entre la pared y el marco superior del cuadro titulado “cuadro amarillo con auto chocado”, es de dimensiones considerables. De lo contrario, si es del tipo de insecto insignificante pasa a recolectarlo cuando tiene ganas o deseos frugales, como un jardinero que pasa sus días erradicando malas hierbas.

Aprieto los ojos y espero a que se apague la alarma de un auto para seguir adelante…

El huésped de Williams Burro sale poco y sólo con el fin de alimentarse. No conoce bicho más antisocial ni cazador más solitario. Sale cuando no hay extraños, detesta a los invitados u otra voz que no sea la de él. Pasa el día al acecho o generando reacciones rápidas, y la noche trabajando a cielo abierto. Come y descarta durante el día; teje, come y descarta durante la noche. Saca la basura entre las 10 pm y las 4 am rigurosamente. Mantiene la red en condiciones de higiene ejemplares, a excepción del patio trasero. El cementerio de los insectos está lleno de cadavercitos.
En invierno sale únicamente cuando enciende la estufa. No sabe si se sofoca a raíz del calor que va subiendo lentamente desde el tiro balanceado por detrás del bastidor, o el invierno raciona el aprovisionamiento de insectos, primero tornando infructuosas las incursiones nocturnas en busca de alimento y después adormeciendo los impulsos diurnos hasta entrada la primavera. Su mayor proeza fue hacia finales del verano cuando atrapó una langosta que lo duplicaba en tamaño; pasó 28 horas trabajando sobre el cadáver como un taxidermista. Cuando concluyó, la arrojó al vacío. Williams Burro escuché el impacto pedregoso del cuerpo desecado de la langosta contra el parquet y alzó la mirada con un latigazo cervical. La había arrastrado hacia los lindes de la telaraña y sin más dilaciones, tirado a la basura. Después engordó exageradamente y estuvo una semana sin salir de la cueva.

Williasm Burro mira a Ernesto. Le sorprende su longevidad. Piensa en la tenacidad de un espíritu imperturbable, en su vida que pende de un hilo. Le dice: Todo es lo que parece poco, Ernesto. De esa abstracción salta a otra y después a otra y en algún momento se da cuenta que no tiene, ni tuvo, ni va a tener alma. Esa cosa medio inmunda que trajeron flotando en barco de España con la firme convicción de asistir a los indios, de engrandecer la comunidad católica de habla castellana; una camiseta que no se pone, ni se puso, ni se va a poner. Entonces sí, le queda bien el nombre Ernesto.


20.7.10

mi amigo Luisito

Para evitar influencias de obras literarias, películas o piezas de teatro, Williams Burro no lee libros, ni va al cine ni al teatro. Cuando quiere presenciar un evento cultural pasa por el kiosco de la esquina. Con los primeros compases de la democracia, la primavera alfonsinista, Luisito y Polo heredaron el local de Lacroze y Alvear y pusieron un Kiosco. Luisito es peronista. Polo antiperonista acérrimo. Luisito aguanta los trapos de la unión latinoamericana, cita a Evo y Chávez con devoción proselitista. Polo dice que son dos negros de mierda. Luisito labura a la mañana y Polo por la tarde. Oficialista a la mañana y opositor por la tarde, el kiosco es el lugar más democrático de Villa Ballester. Al mediodía hacen la caja y discuten encarnizadamente hasta que se ponen de acuerdo en no dirigirse la palabra. Todos los días la misma historia. Al mediodía Williams Burro pasa a ver la performance de Polo y Luisito. Son hinchas de Tigre y cree W. B. que es la única anomalía que se erige en torno a un núcleo de odios inconciliables. Pero seguro que su defección heterodoxa no tiene nada que ver con el fútbol.
Hoy el cabezón Alberto, que es lo menos, decía que las fans le roban los calzoncillos de la soga de la terraza. Polo estaba concentrado leyendo Olé mientras Luisito atendía a una vieja. "Che, cuánta pavada dicen acá:´Éxodo defensivo´... Fontanello no está hace rato, San Román se fue como 10 veces y de Fondacaro venció el préstamo. ¿Noticias posta, no hay?" Y dijo Luisito: "Olé y TYC, todos son unos putos, ya van a caer y van a dar información de Tigre cuando le cerremos el orto y este torneo demos que hablar... todo vuelve gente, tranqui, no pasa nada aguante El Matador".

12.7.10

maradona


Como daba por sentada la tolerancia cruzada de los enteógenos que hube y habría de consumir durante el fin de semana, al día siguiente decidí cuadruplicar la dosis de la última sesión. Ya recuperado del día anterior, ingerí en ayunas diez gramos de hongos secos, resecos. Al cabo de media hora comencé a percibir las primeras alteraciones visuales, junto a un adormecimiento de las piernas y una irritante sensación de claustrofobia.
Salí al campo. El objeto de mi visión era reemplazado por el objeto que había visto hacía un instante. Como si lo hubiera grabado, rebobinado y vuelto a pasar. Esto lo pude comprobar cuando se nubló momentáneamente la tarde y la cosa que estaba mirando –un árbol añoso– se encontraba iluminado por el sol. Si salía el sol, la paleta de colores secundarios se volvía incandescente, a la vez que la complejidad de las formas se simplificaba con una síntesis de colores planos. Esos flashes imprevistos bajaban a mi campo visual a modo de diapositivas. Apenas si me faltó escuchar el click del obturador y la apertura de diafragma cada vez que se interponía en mi campo de visión no una foto sino una nueva diapositiva.
Y lo más grosso: de repente se produjo un aumento y bajada de tensión en el circuito eléctrico del cerebro, provocándome una especie de espasmo neurológico. Entonces sí, el cuadro de situación encajaba en otro nivel de conciencia. Era una breve excursión interdimensional encuadrada perfectamente por mi campo de visión. Ingresaba en una zona ausente. Pero no variaban los colores ni las formas, sino su esencia, que se degradaba entre un pesimismo zumbón que no alcanzaba, por ejemplo, la hondura existencial de la mescalina, y la carcajada desencantada segregada como alivio o sintetizada por el organismo para descomprimir una situación que podía llegar a ser dolorosa, si esa mano invisible que lo guiaba, decidía seguir escarbando en la memoria, con el único propósito de revivir la enumeración de humillaciones y asumir su origen miserable.
De la actividad cerebral al trance cruel. Cuando los transmisores cerebrales se empastaban saltaba como un resorte de la cama (pues a la distribución de embotamiento en brazos y piernas, seguía un estado de impulsividad espectacular) y me iba a caminar por el monte. Esa determinación no duraba mucho, a continuación la actividad cerebral actuaba como depresor de dicha euforia, la aplazaba, y volvía a la cama entre ensoñaciones estéticas. Cuando me estiraba en la cama se agudizaba la sensibilidad dérmica: sentía que no era el cuerpo el que se acaloraba o irradiaba temperatura, sino el humano cuerpo el que ingresaba en zonas y franjas de temperatura elevada, penetrando primero con una mano y en seguida envolviéndome el rostro y a continuación los restos del cuerpo. 


De introspección poco y nada. La intoxicación no me proporcionó sensaciones trascendentes, sino una permanencia en el límite, como si al scrum de pensamientos cotidianos le faltara valor o una explosión de vitalidad para ingresar y permanecer en otro nivel, donde las inquietudes tienden a ser de naturaleza espiritual, quizá intelectual, pero con seguridad despojada
s de toda ironía.

A la gilada a drogarse enseñándole. A 
drogarse enseñándole a la gilada. Enseñándole a drogarse gilada a la. Drogarse a la gilada enseñándole a. Gilada enseñándole a la drogarse a. Enseñándole a drogarse a la gilada.

No pudiendo ingresar por ningún intersticio decidí que había que arruinarlo todo. Calenté la cuchara, ajusté la soga, (primero aparté las impurezas que flotaban en la cuchara con un método infalible) y mi ayudante terapéutica me clavó la aguja con precisión. El pelotazo en el cerebro fue instantáneo, espantosamente incompatible con el éxtasis fúngico de la psilocibina, quedé empantanado en un entuerto de tironeos. Fue lo más alto que pude saltar, arañar con la punta de los dedos la lamparita que siempre pende echando poca luz sobre las cosas de la cabeza.
Algunas etapas que pude aislar claramente: en el campo visual, la saturación de ciertos matices va acompañada de un agotamiento en las extremidades / durante el sueño crepuscular una aterciopelada esponjosidad de los colores / de la excitación sexual al desenfreno (mi ayudante terapéutica huye gritando por el campo) / las visiones con ojos cerrados se suceden a la par de vagas molestias estomacales / a mitad de la sesión me agarró un bajón similar al provocado por un atracón de cocaína / la irrupción de alucinaciones con ojos abiertos se ven correspondidos con una mirada apocalíptica de las cosas: si veía una baldosa agrietada entre los pies, ponía en duda la seguridad de los cimientos y miraba con desconfianza la loza que se extendía por sobre la cabeza; o si amarilleaba una mata de pasto por falta de riego, tierra rostizada creía percibir a mi alrededor. Ese color de la tierra tenía un sonido y después ese sonido otro color. Sinestesia que le dicen. O neurocirugía a cielo abierto. Al final, esa mirada pesimista se fue deshaciendo en plácida calma, y los espasmos neurológicos en pensamientos razonables.
Una persona optimista lo hubiera pasado bárbaro, lo que se dice un buen viaje. Yo, por temor, me aferraba a un cinismo virulento; supongo que al ser la psilocibina una droga disociativa, el yo ante el peligro inminente de su disolución se aferra con todas sus fuerzas a lo conocido –y no es muy conocido su optimismo– provocando en el ánimo de este psiconauta una sensación de inconformidad y de tristeza que me obligó a replantearme la vida en un peligroso estado de afectación. 


Tuve enemigos refulgentes. Inseguridad y picos de pánico. Burla de todo y de todos. Visión de los hombres como simplistas nadando en un mar de tecnicismos terminológicos. Paranoia sensual. Visión de la belleza que sólo crece en los basurales. Revolver esa basura o esa belleza sabiendo que ya no hay a quién lastimar. Pánico del televidente frente a la pantalla en blanco por un corte en la señal. Bajones que se dan un pico con el hocico blanco. Intromisión de planos de videoclip. Colores vibrantes, hipersaturados, risas y sarcasmos de crueldad inusitada. Frases inacabadas en capas de pensamientos. Afuera un lagarto overo escapó ágilmente entre los yuyos, y en seguida las manchas de humedad en la pared cobraron vida monstruosa. Esas manchas se asemejaban a la cartografía genómica de un animal reventado contra la pared. El planeta rostizado giraba ensartado en la escoba de una bruja colorada. Y la bruja barría un baldazo de leche tibia que diseminara su envergadura. 


Al final, pensé que los tesoros más codiciados del mundo se encontraban en los exhibidores iluminados del 24 hs. Me atacó un apetito canino y un deseo irreprimible de comer cosas dulces. Agarré el auto y manejé en estado de intoxicación hasta dar con un almacén.
Quizá un porro al principio y otro hacia el final de la sesión le proporcionó al viaje un tinte opaco, un empastamiento y una ralentización de los desplazamientos intelectuales, (empantanamiento de la oralidad). Mi ayudante había huído empavorecida como el lagarto entre los yuyos. Los movimientos laterales de una rama agitada por el viento me provocaron los últimos sobresaltos, antes de recuperar la serenidad, equilibrio, mesura, etc., estupidez de siempre. 

27.3.10

Viaje directo al día de mi muerte

    Agarré el cactus tratando de no pincharme y puse manos a la obra.
    Lo corté en rodajas y le saqué las espinas. Como no podía ser de otra manera, me corté con el cuchillo y me pinché con las espinas.
    A continuación me puse a preparar el primer banquete de degustación etílica y gastronómica. Es decir, la decocción de cincuenta centímetros de trichocereus tercherskii. Descartado el núcleo, herví el primer centímetro de corteza. Como tenía que hervirlo al menos durante cuatro horas, miré hacia el costado y me senté en una silla. Tensé los muslos para inclinar la silla hacia atrás y estiré el cogote para mirar a través de la ventana. Vi unos manchones oscuros y, obedeciendo un impulso, volví a poner la silla en cuatro patas y me levanté de un salto. Mientras se cocinaba la comida en una olla gigante consideré oportuno salir a caminar por entre los árboles. Agarré en dirección a los islotes de hojarasca que había visto acumulándose debajo de los árboles. Avancé agachando la cabeza para esquivar las ramas y ahuecando una mano para protegerme los ojos. Siempre creí que ese crujido de hojas secas debajo de los pies que tanto extrañaba y recuerdos me traía, conservaba la pureza de los sonidos, el registro auditivo del solitario y ameritaba unos cuantos raspones en la cara. Pero a medida que avanzaba y me internaba en el monte detrás de la casa, percibí cómo la naturaleza circundante también impartía su belleza con una ligera opresión. Me cruzó una ráfaga de malestar y, sin más dilaciones, decidí volver al refugio tibio de la cocina para revolver el caldo. Tenía el semblante adusto y el firme propósito de iniciar el tratamiento lo antes posible.
    Después de cuatro horas de hervor quedó en el fondo de la olla la decocción pastosa y verde que se correspondía con la medida de un chopp. Colé el brebaje humeante en un chopp. Quise bajármelo de un trago pero no pude. Era lo más inmundo y repugnante que probé en la vida. Hice buches para disimular su sabor amargo. Me acomodé en un sillón a esperar la primera sensación extraña inducida por las propiedades enteogénicas de la mezcalina. Me preparé para soportar el enorme y doloroso peso de una transición interdimensional: una pesadilla, una experiencia de muerte.
    A la media hora, la cara comenzó a irradiar calor, el parpadear obturaba fogonazos de luz bajo los ojos, y sentí las piernas levemente adormecidas. Traté de dominar las arcadas para potenciar el poder de la pócima, pero ese cóctel de espiritualidad chamánica me cayó mal. Al cabo de cuarenta minutos y por espacio de dos horas vomité ocho veces. No eran vomitonas sin importancia. Vomité hasta las castañas de cajú de la pasada navidad. Las arcadas y las convulsiones se repetían con mayor frecuencia. Me movía en el sillón tratando de encontrar una postura que me aliviara. Sentía el hígado hinchado y a punto de estallar, como si un globo ocupara todo el costado derecho sobre el cual fuera imposible apoyarse por el dolor. Nunca tuve un dolor de estómago semejante.
    Toda la capacidad intelectual estaba puesta en vomitar y en tratar de recomponerme. Las dos horas siguientes las pasé sentado debajo de la ducha, tratando de concentrarme en los desplazamientos bruscos de la cabeza y en los espasmos que sufrían mis extremidades; temía romperme la cabeza y que surgiera algún hilo de sangre. Era consciente de que no tenía el control y que podía herirme accidentalmente.
    No tenía voluntad para moverme y me asaltaba el terror recurrente de no regresar nunca de la excursión. Sólo me concentraba en tratar de superar el malestar corporal. Salí gateando del baño y avancé en cuatro patas hasta una habitación. Estaba completamente ciego. Me subí a la cama y cerré accidentalmente los ojos a causa de las convulsiones. ¡Guau! exclamé. Y ahí empezó el trip.
    Superado el trance de purificación o de limpieza, la serenidad que advino fue una revelación en sí misma. Lentamente las arcadas desaparecieron, las convulsiones se fueron aplacando y las imágenes caleidoscópicas lo invadieron todo. Entonces, supe que ya no me sentía tan mal y me dejé llevar por las imágenes que variaban según la posición y el movimiento del cuerpo, o la luz que se filtraba a través de los párpados. Durante siete horas no hice otra cosa que mirar. Las alucinaciones se sucedían en un campo sembrado y acariciado por una leve brisa. A partir de ahí el plano se inclinaba, las figuras que se mecían acompasadamente por la brisa hacia un lado y hacia otro cambiaban, eran reemplazadas continuamente por otras, se oscurecía o aclaraba el paisaje del cuadro, se producían invasiones de colores y formas, pero toda la secuencia se ajustaba a un plano con figuras cambiantes que se mecían en un balanceo sincrónico. En ese mismo soporte apareció una garra inmensa, y por detrás surgió en dos oportunidades una sombra, un cono envuelto en una capa oscura que no pude ver nítidamente pero que asocié a una persona, un gigante a mis espaldas. Girara la cabeza hacia un lado o hacia otro buscándolo, huía de las miradas frontales, escondiéndose a una distancia prudente, anclado a noventa grados de mi ángulo de visión. Había leído que era mescalito, el espíritu del cactus, o sencillamente la muerte. Madame la Morte, pensé.
    Más tarde me arrepentí de no haber preguntado algo, como aconsejan experiencias más avezadas. Tan absorto estaba frente a la belleza novedosa, tan contento de haber superado parcialmente el malestar, que me olvidé de formular la pregunta por la que había venido. Después supe que no era así. Si bien no tuve claridad para preguntar objetivamente ya que aún estaba aturdido por la dosis terapéutica, mescalito (o como prefiera llamarse a ese estado de percepción aguda), me sugirió la respuesta a una pregunta que me venía obsesionando desde hacía años. Me fue insinuada sutilmente, es decir, no sabía qué quería preguntarle, pero toda mi energía estaba enfocada desde hacía tiempo en esa dirección, y recordé que durante todas esas horas el pensamiento de fondo era el mismo.
    En las partidas de defunción de mi abuelo materno y de mi madre, quedó asentado que ambos habían muerto como consecuencia de una trombosis mesentérica, a la misma edad, incluso el mismo mes, con espacio de seis días; y treinta años. Ahora yo, intoxicado con una buena dosis de alcaloides psicoactivos quería averiguar mi suerte. Es decir, ¿moriría presa de las convulsiones y despanzurrado como un pescado para que me extrajeran de la barriga ocho metros de intestino inconsistente como le sucedió a mi madre?
    El destino de mi pregunta se había vuelto la pregunta de mi destino. De las alteraciones visuales: formas, ubicación de las sombras, colores y sutiles cambios de matices, me resultó difícil obtener una respuesta clara, o la respuesta no puntuaba razonablemente entre el sí y el no occidental y cristiano al que estaba acostumbrado cuando preguntaba alguna cosa y me respondían instantáneamente, como apretando un botón, sino que se manifestaba en términos de poesía.
    Voy a reventar como sapo en la leñera.
   Por un lado, las imágenes del viaje inmensamente bellas y placenteras, por otro los dolores abdominales, claramente premonitorios ya que se mantuvieron durante toda la sesión.